Era tanto el amor que sentía por la dulce Amapola que no pude resistir, no pude frenar lo cuestionable de mi acción, el reproche social que significaría el atrevimiento , la osadía sin raciocinio, la barbarie urbana escolar. El irrefrenable deseo de robarle un beso a la chica que amaba en silencio durante ocho años traducidos a la enseñanza básica completa, admirándola, contemplando su hermoso rostro y angelical figura que, sin pensarlo, lo hice, sin vacilar, como si fuera un derecho,un deber y así lo entendí.
Todos en mi curso se habían ido. Yo la seguía, como siempre sin que ella se enterara y fue entonces cuando volví corriendo a la sala. Era la única oportunidad que tendría de sentir sus labios, sus dedos.
Nadie se había percatado del sutil movimiento que Amapola hizo en la última hora de Lenguaje, justo antes de la interrogación que le harían. Ese mágico momento en que desplazó sus finos dedos a su boca para sacar un rosado y aromático chicle que dejó bajo su mesa.
Ahora estaba solo, en su asiento, junto a su mesa.Me incliné y suavemente procedí a deleitarme con este único beso indirecto que le daría en la vida, dos horas con la dulce goma de mascar. Ella nunca se enteró y luego de treinta años aún la amo y la observo diariamente en el trabajo.